Prólogo galeato
Metapolítica y Modernidad
El concepto de “metapolítica” lo lanzó por lo visto la Nouvelle Droite como contragolpe de la Chienlit o Carnaval del mayo francés del 68. Yo en cambio creo que es anterior a esa fecha y que nació al Sur de los Pirineos. El origen está una conversación privada del general Franco con un visitante, que le anunció que quería dedicarse a la política, y le aconsejó: “Haga lo que yo. No se meta en política.” Y es que la metapolítica consiste justamente en eso; en no meterse en política, sino en situarse a su lado o más allá de ella, pero sin perderla de vista.
En realidad, como explica Alberto Buela, hay tres conceptos de la metapolítica: el susodicho, cuyos voceros más conspicuos son el francés Alain de Benoist y el italiano Marco Tarchi, cuyo campo de acción es la pura teoría y excluye eso que llamaban la praxis los marxistas; otro, mucho más abstracto, propugnado por Léo Strauss, que también excluye no sólo la acción, sino la ideología, pues tiene un carácter puramente hermenéutico y analítico, prescinde de la metafísica y suspende los juicios de valor pues, in parole pòvere, es decir en términos marxistas, no pretende transformar el mundo, sino comprenderlo, y otro por fin, preconizado por Silvano Panunzio y Primo Siena, que tiende a la trascendencia y constituye una especie de metafísica esotérica y pretende actuar sobre la realidad a través del mito y de la tradición. Es la línea de René Guénon, de Friedhof Capra, de Julius Evola et alia. Su antecedente más inmediato es el Max Scheler que pretendía educar en nuevos valores a una clase culta que sustituyera a una clase política sujeta a valores caducos e inoperantes, y el Antonio Gramsci que quería adueñarse ideológicamente de la sociedad civil como paso previo ineludible e inevitable a la conquista del Estado.
De esta disyuntiva parte Alberto Buela para enfrentarse con una Modernidad con la que no está muy conforme y a cuyos amenazantes proyectos urge oponer alguna alternativa. Lo malo es que desde que la Historia es Historia, y de esto hace ya algunos milenios, no hay alternativa que el hombre no haya ensayado sin que se pueda decir que cualquiera de ellas haya sido acertada al cien por cien. Los griegos se curaban en salud al establecer una rotación en esas alternativas, a cada una de las cuales se les señalaba una fecha de caducidad. Por el contrario, los titulares de las alternativas siempre han hecho todo lo posible por perpetuarlas y para ello el expediente más socorrido siempre fue el de extenderlas. “Un monarca, un imperio y una espada”, el voto de Hernando de Acuña al césar Carlos V ha sido la meta última de los imperios que en el mundo han sido y a los que los descubrimientos de la llamada Edad Moderna imponían un límite de dilatación. Por mucho que el sol no se pusiera en sus dominios, a unos antes y a otros después les llegaría la hora del crepúsculo y con él el toque de retreta. Vano fue siempre el empeño del hombre en extenderse para inmortalizarse. En el siglo XX hubo sistemas para convertir el espacio en tiempo mediante doctrinas como la del Gran Espacio o Espacio Vital, que se contentaba con mil años, y la de la Revolución Permanente, que tendía al infinito. Ahora tenemos la Globalización mediante la que se quiere imponer la democracia fukuyámica por doquier y para siempre.
Frente a esa Globalización que impone el pensamiento único y el relativismo cultural, Buela concibe un planeta organizado en “ecúmenes”, y de esas “ecúmenes” la que a nosotros nos incumbe es la que él llama “iberoamericana”o “hispanoamericana”. Ahora bien, lo primero que tiene que hacer cada una de las naciones, regiones, provincias o comarcas de esa “ecúmene” es liberarse del lenguaje impuesto por el “pensamiento único” de la “corrección política”, al que el propio Buela rinde tributo cuando después de lo antedicho hace la salvedad siguiente: “por más que este último término haya sido desgastado por el uso intensivo que hizo la España de Franco”. Da la casualidad de que el término fue acuñado en 1926 en Buenos Aires por el sacerdote vasco don Zacarías de Vizcarra, con la finalidad explícita de sustituir con él el término de “raza” por el que se designaba al “conjunto de todos los pueblos de cultura y origen hispánico diseminados por Europa, América, África y Oceanía” y con el que se expresaba “en segundo lugar, el conjunto de cualidades que distinguen del resto de las naciones del mundo a los pueblos de estirpe y cultura hispánica.” Tanto los portugueses que Gama llevó a Oriente como los castellanos o extremeños o andaluces o vascos que acompañaron a Colón, a Valdivia, a Cortés, a Pizarro, a Legazpi se consideraban “hijos de España” (véase Camoens), mucho antes de que una de las partes se adueñara indebidamente de la denominación común, mal ejemplo que apenas dos siglos después y en América seguirían los colonos británicos al independizarse de su madre patria. La institución desde la que Franco hizo en efecto un “uso intensivo” del concepto de Hispanidad fue el Instituto de Cultura Hispánica donde tan “hispano” era un becario peruano o guatemalteco como un becario brasileño, que los había en gran cantidad.
Yo siempre he pensado que hay tres naciones en la periferia del Viejo Continente a las que nunca les ha ido bien cuando se han metido en los asuntos continentales, y esas tres naciones son Rusia, Inglaterra y España, tres naciones centrífugas, cuyos grandes destinos históricos siempre estuvieron en su proyección hacia fuera: Rusia hacia Oriente y España e Inglaterra hacia Occidente. Esas tres naciones son el núcleo inicial de tres de las “ecúmenes” en que Buela divide al mundo, que son más por supuesto. De esas tres, la única que conservó su centro de gravedad fue la eslava, que por algo se llamó Tercera Roma. En las otras dos el centro de gravedad se desplazó con diversa fortuna a la otra orilla del Atlántico. Hoy día la ecúmene anglosajona es la que domina el mundo y pretende imponer su cosmovisión y sus instituciones a todo el globo terráqueo. La hispanoamericana en cambio padece las consecuencias de un pecado original hispánico, que no es otro que la rendición espiritual e ideológica ante los mismos contra los que luchó en la guerra de la Independencia. La Constitución de Cádiz, promulgada en una ciudad sitiada por Napoleón, fue redactada por la misma persona que meses atrás había redactado la Constitución de Bayona al dictado de Napoleón. En cuanto a la Europa continental, me temo que muchos de sus males le vienen de haber perdido su centro de gravedad, que era naturalmente Roma. Y esto fue así a partir de la Reforma, que fue la primera gran ruptura de su unidad espiritual, ruptura que el nacionalismo, que fue la gran aportación de la Revolución Francesa, no tenía más remedio que ahondar. De ahí que nunca hayan ido a buen puerto todas las tentativas de unificación, sea por el hierro, sea por el oro. No creo que la hostilidad declarada a todo cuanto Roma representa y significa vaya a facilitar la superación de las rupturas europeas. Y es que Roma es lo único que puede dar sentido y cohesión a las “ecúmenes” que constituyen lo que entendemos por “Occidente”.
Buela entiende que lo primero que ha de hacer es disentir del consenso o de los consensos de un Occidente dejado de la mano de Dios, un Occidente del que es primum inter pares un país que no ha prescindido del todo de Dios y que encabeza la “ecúmene” dominante. De ese país, el resto de Occidente imita lo más fácil y menos exportable, olvidándose de lo más esencial y “ecuménico”. Ese país, que tiene poderosas razones para estar convencido de que su sistema político da buenos resultados, lo ha erigido en dogma y sustituido con él la fe de sus fundadores. He aquí cómo la democracia ha llegado a ser la religión de un mundo sin religión.
Hay que decir que también contaron con Dios los constituyentes gaditanos, los “españoles de ambos hemisferios” que elaboraron la Constitución de 1812, pero a juzgar por los resultados, no se puede decir que estuvieran muy asistidos por la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Esa Constitución, que es la madre de todas nuestras constituciones a ambas orillas del Atlántico, resultaría inaplicable en el hemisferio metropolitano para el que fue concebida, mientras que en Ultramar hubo tantas imitaciones cuantos caudillos aspiraban a la primera magistratura de cada subdivisión del hemisferio virreinal. Nada más natural que de esa fragmentación se aprovecharan los avisados vecinos del Norte, cuya Constitución perdura porque es la misma para todos y que gracias a ella lograron erigirse en centro de gravedad de la “ecúmene” anglosajona.
En ese centro de gravedad se decía en tiempos que lo que era bueno para la General Motors era bueno para los Estados Unidos, y ahora, mutatis mutandis, se dice, aunque no se piense, que lo que es bueno para los Estados Unidos es bueno, o tiene que serlo, para el resto del planeta. Ese consenso de la “ecúmene” occidental, cuya ideología es el “pensamiento único” y cuya ética es la “corrección política”, suscita disensos en las otras “ecúmenes” y la que aquí se estudia es la hispanoamericana. Buela abandona la torre de marfil de la metapolítica para rastrear una identidad común a esa “ecúmene” y para ello se sirve de una tradición que no puede ser otra, desde su perspectiva de criollo, que la que, en lo bueno y en lo malo, procede de España. Decía Octavio Paz – que presumía más de mestizo que de criollo - que lo mexicano incluye lo español, pero no viceversa, y lo mismo viene decir el embajador Robles Piquer cuando afirma que “España no pertenece al continente americano, sino a su contenido”. No sé si me equivoco al pensar, a la vista de los razonamientos de Buela, que en ese “contenido del continente” ve él la piedra angular de una unidad de destino. Ya que hablé de Paz, quiero recordar que después de leer un ensayo suyo sobre Ortega y Gasset, le puse unas letras que terminaban así más o menos: “Es urgente que el mundo hispánico haga su propia modernidad”.
http://zurdman.blogspot.com.es/2012/12/visiones-apocalipticas-26.html
ResponderEliminarMuy buen texto en conjunto, pero me ha encantado lo del origen franquista de "metapolítica".
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ResponderEliminarMagnífica la gracia por honda y magnífico el texto. Gracias
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