Presentación sevillana
ENTRE LA REALIDAD Y EL ARTE
Mi contacto con la obra de Aquilino Duque se remonta a mediados de los años 60 y a dos textos suyos sobre los que llamaron mi atención, respectivamente, mi maestro Maravall y el poeta Eladio Cabañero o tal vez Claudio Rodríguez, que eso no lo recuerdo con precisión. El primero, aparecido en la Revista de Occidente donde por entonces coincidimos personas tan diversas, me reveló a un escritor de pluma poco común y amplia cultura, y dotado de un criterio personal que me sorprendió, además de por la galanura de su estilo, por su acento cimarrón. El segundo fue un poema incluido en cierta antología que me consta que a él no lo entusiasma a estas alturas –y por eso no lo citaré-- pero que yo me supe de memoria durante años. Luego he seguido a distancia su extensísima obra, tanto la poética como la narrativa y la ensayística, con la ingrata ventaja crítica de no haber conocido a su autor de cerca hasta hace poco, y en ella vi siempre a un imaginativo señero al que una experiencia vital y cultural de excepción convertían en uno de los testigos más atractivos nuestra época. Con un valor añadido, el de una innegociable independencia que ha hecho de él un referente no poco combatido pero, en última instancia, merecedor de un reconocimiento que, ciertamente, no se la regateado.
Lector de “El mono azul” o “La linterna mágica”, yo sabía con quién me enfrentaba como lector cuando cayó en mis manos “La loca de Chillán”, esa novela de estructura tan compleja y tono tan sostenido que creo yo que tiene mucho que ver, como tal ensayo memorialístico que es en el fondo, con esta “Caza mayor” que hoy presentamos, aunque sólo sea porque en ella se nos descubre ya el paisaje abigarrado –el ambiente-- que funciona en la prosa del autor, no como un elemento literariamente accesorio sino como el auténtico deuteroagonista de sus héroes y antihéroes. Los estudiosos de la primitiva épica señalan que, si bien el viejo autor se interesa casi en exclusiva por sus héroes y reduce la circunstancia a un mero escenario insignificante en sí mismo, hay en que entender que esas circunstancias aparentemente prescindibles están ahí para dar verosimilitud a la narración, es decir, para garantizar al auditorio (o al lector) lo que alguno de esos expertos ha llamado la “fidelidad de la narración”, es decir, que poseen la función añadida de facilitar la comprensión del sistema social tanto como su sistema de valores. Los datos, las circunstancias, incluso las anécdotas que Duque introduce en su narración, y que a veces pueden resultarnos, a primera vista, expletivas aparte de abrumadoras, no son sino la sustancia del ambiente, el sólido cuerpo social que recorre la linfa de una acción protagonizada por héroes y antihéroes que de otro modo resultarían construcciones evanescentes en medio de la vasta materia social. Algo de esto entendió Lukàcs en su propuesta sobre la novela histórica pero eso era también, desde luego, como señala el maestro Finley, lo que ya hacía Homero al referirnos la odisea troyana o la aventura odisea.
Porque, verán, para Aquilino Duque el ensayo procura siempre una reconstrucción del pasado en la que la memoria subordina incluso a la información, convencido el autor como está de que, en realidad, ninguno de nosotros es capaz de hilar demasiado fino entre el recuerdo y la realidad, como no solemos serlo a la hora de separar las fantasías del sueño de los materiales de la vigilia. Todas las novelas de Duque son “memorias”, a mi modo de ver, rescate apasionado de una realidad escurridiza que incluye al observador, y quizá por eso no resulta raro en ellas la convivencia de personajes construidos con otros de carne y hueso, ni siquiera la eventual inclusión del narrador en una escena que no es propiamente un tablado imaginario sino el rico panorama de su propia circunstancia.
Aquilino tiene sobre sí una larga e intensa experiencia vital que le permite, con el concurso de su vasta cultura, esa acrobacia al alcance de tan pocos que es la narración realista que se permite abolir el fielato entre el dato cierto y el imaginado, entre la memoria y la imaginación, de tal manera que en ella el lector –bajo el efecto casi hipnótico de una acción torrencial que, como la vida misma, nos abruma con personajes y situaciones—acaba resignándose con fruición entre el equívoco y la certidumbre, como aceptando que la verdad experimental no es más unívoca que la imaginaria, acaso por aquello tan clásico de que somos de la misma materia de que los sueños. De ahí se deriva, creo yo, la insolencia de un criterio que desde hace décadas, firme en la más absoluta indiferencia, viene marchando a contracorriente, y que ha logrado salir de la secular batalla de las ideologías que a todos nos ha marcado con alguna cicatriz, con su uniforme personal intacto.
“Caza mayor” prolonga ese ejercicio de rescate del pasado que se basa en la memoria cierta tanto como en la fantasía, mezclando con pulso firme personajes bien conocidos con otros sin más existencia que la literaria, y situaciones históricas con circunstancias imaginadas cuya singular virtualidad las incrusta entre sí de modo inextricable. La amplísima galería de figuras que le sirven para revivirnos el periodo que va desde la República española hasta la postguerra europea, con su reparto de espías –ese persistente elemento cinematográfico en la obra de Duque--, de próceres y jerifaltes, junto a un variado reparto de figurantes imprescindibles, hace de “Caza mayor” una guía segura para penetrar las oscuridades de tanta miseria y grandeza como encierra ese periodo clave para entender nuestra propia actualidad. Con la ventaja de que la novela puede leerse también siguiendo la peripecia personal de ese personaje, “José”, entrañable y eminente, al que poco costará reconocer entre nosotros, y cuyo retrato enérgico y verista puede que constituya su acierto más logrado.
La España republicana, la alfonsina, la Europa de la ascensión del fascismo y del nazismo, la clamorosa connivencia de la monarquía británica con el “nuevo orden” –al fin y a la cabo, Churchill protegería a Mussolini mientras pudo--, la secreta inercia del Régimen franquista, el mundo apasionante de la “inteligencia” secreta –con el mítico Philby al fondo y nuestros trujimanes suñeristas en primer plano--, sin olvidar el engrudo sutil de la intriga amorosa y de la evocación sentimental…, todo eso cabe en esta novela ejemplar por tantos conceptos que, con acierto, alguien ha dicho que no cabe distinguir de los libros de memorias propiamente tales que Aquilino Duque nos ofreció en su día. Siempre que leo una de estas entregas de Aquilino tengo la sensación vehemente de hallarme ante un ejercicio de catarsis, ante un descargo de conciencia nada penitencial sino estrictamente artístico. ¿Y qué otra cosa es lo que se cuenta, cualquiera que sea la época, sino el testimonio de quien siente la necesidad de librarse del secreto de su memoria y del peso de su experiencia? Cuando el lector se adentra en esas páginas y se ve acometido por el turbión de una prosa torrencial que no le da respiro a su atención, suele caer en la cuenta de que semejante exigencia no es otra que la que la propia vida nos impone como precio de su revelación. “Caza mayor” sería una auténtica Historia si la Historia fuera capaz de admitir flexible cuanto en ella cae fuera del foco principal. Que es mucho. Tanto como Aquilino Duque demuestra en este esfuerzo titánico por revelarnos una época crucial que nos constituye en medida mucho mayor de lo que solemos creer.
(Intervención del numerario don José Antonio Gómez Marín en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras. Le acompañaron en el uso de la palabra don César Alonso de los Ríos y el autor de la novela).
Es una presentación extraordinaria. Leyéndola he aprendido mucho.
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