Guerra en el aire
Como, a juzgar por las liquidaciones, mis novelas se leen poco y se distribuyen mal, me voy a permitir meter en esta bitácora de contrabando y de vez en cuando algún párrafo de alguna de ellas. El fragmento que hoy reproduzco pertenece a Las máscaras furtivas, Pre-Textos, Valencia, 1995).
Al deslizarse entre los carrizales la barca de Geopfert, levantó el vuelo un bando de agujas colinegras. A Geopfert le gustaba ver volar las limícolas, sobre todo a las que lo hacían en formación, porque era como verse él de nuevo en el aire, volando en orden cerrado, con la seguridad de llevar en las alas la victoria. En una guerra en la que las masas y las máquinas habían acabado con los combates singulares, los combates singulares revivían precisamente por obra de las máquinas y en una palestra ideal y sin confines: el cielo azul. Geopfert seguía el vuelo acrobático del avefría, los combates entre el milano negro y el milano real, el vuelo bajo del ánsar para escapar al acoso del águila imperial, el mortal contraataque de la garza perseguida por el halcón, y de ahí pasaba a imaginar la misión de bombardeo o de ametrallamiento que iba a desempeñar la escuadrilla de agujas colinegras después del vuelo de reconocimiento de la avoceta o la cigüeñuela. Geopfert veía en los flamencos los colores abolidos - negro, blanco, rojo - del Reich exterminado, y veía que los ánsares, como si nada hubiera pasado, seguían trazando en el cielo la V de la victoria anglosajona, al dirigirse como oleadas de superfortalezas volantes a machacar una vez más los puertos del Báltico: Danzig, Memel, Königsberg. Geopfert comprendía, al ver volar a los ánsares, que Alemania hubiera perdido la guerra en el aire, ya que no hay aves que al volar formen la S de Sieg, que es como se dice victoria en alemán. Geopfert había hecho la guerra en el aire porque sólo en el aire podía un soldado sentirse guerrero; una armadura mecánica multiplicaba su fuerza y su agilidad y le permitía coger los frutos inmediatos del combate. También eran armaduras los carros blindados y los submarinos, pero eran armaduras colectivas en las que el soldado no era dueño de sus movimientos ni en caso adverso tenía escapatoria. Tampoco la habían tenido los primeros aviadores, los Richtofen y Guynemer de la primera guerra, pero ahora existía el ancla de salvación del paracaídas, el escapulario del que colgarse si las ametralladoras enemigas mandaban su aparato al infierno.
Al deslizarse entre los carrizales la barca de Geopfert, levantó el vuelo un bando de agujas colinegras. A Geopfert le gustaba ver volar las limícolas, sobre todo a las que lo hacían en formación, porque era como verse él de nuevo en el aire, volando en orden cerrado, con la seguridad de llevar en las alas la victoria. En una guerra en la que las masas y las máquinas habían acabado con los combates singulares, los combates singulares revivían precisamente por obra de las máquinas y en una palestra ideal y sin confines: el cielo azul. Geopfert seguía el vuelo acrobático del avefría, los combates entre el milano negro y el milano real, el vuelo bajo del ánsar para escapar al acoso del águila imperial, el mortal contraataque de la garza perseguida por el halcón, y de ahí pasaba a imaginar la misión de bombardeo o de ametrallamiento que iba a desempeñar la escuadrilla de agujas colinegras después del vuelo de reconocimiento de la avoceta o la cigüeñuela. Geopfert veía en los flamencos los colores abolidos - negro, blanco, rojo - del Reich exterminado, y veía que los ánsares, como si nada hubiera pasado, seguían trazando en el cielo la V de la victoria anglosajona, al dirigirse como oleadas de superfortalezas volantes a machacar una vez más los puertos del Báltico: Danzig, Memel, Königsberg. Geopfert comprendía, al ver volar a los ánsares, que Alemania hubiera perdido la guerra en el aire, ya que no hay aves que al volar formen la S de Sieg, que es como se dice victoria en alemán. Geopfert había hecho la guerra en el aire porque sólo en el aire podía un soldado sentirse guerrero; una armadura mecánica multiplicaba su fuerza y su agilidad y le permitía coger los frutos inmediatos del combate. También eran armaduras los carros blindados y los submarinos, pero eran armaduras colectivas en las que el soldado no era dueño de sus movimientos ni en caso adverso tenía escapatoria. Tampoco la habían tenido los primeros aviadores, los Richtofen y Guynemer de la primera guerra, pero ahora existía el ancla de salvación del paracaídas, el escapulario del que colgarse si las ametralladoras enemigas mandaban su aparato al infierno.
Aplaudo tu iniciativa, aunque ya leí y releí la novela. Gran párrafo el escogido para comenzar.
ResponderEliminarQuerido Aquilino, para consolarte piensa que, con frecuencia, la buena literatura sólo se lee después de mucho tiempo. Quizás no conozcas en vida todas las mieles que te mereces, pero seguro que la posteridad te recordará, y se recreará en tus libros, y pensará con tus ensayos. Es, además, el precio de ir contra corriente. No siempre he estado de acuerdo con todo lo que te he leído, pero siempre he admirado tu firmeza moral. Por otra parte, permítame decirte lo que disfrute con "La luz de Estoril" y "El rey mago y el elefante", con tus artículos en "Análisis Digital" y "El Manifiesto", y con este estupendo párrafo. Que se repita, aunque vendas mucho más. Casi, si es posible, tanto como te mereces.
ResponderEliminarGracias mil. Muy buenas tus consideraciones sobre la Monarquía. "Hay maridos que parecen monarcas constitucionales", hacía decir Valle-Inclán a alguna de sus heroínas.
ResponderEliminar¡Buena idea, Aquilino! A juzgar por los resultados de la búsqueda en Amazon.com (http://tinyurl.com/38o3cc), tus libros se cotizan a alto precio. Quizás el problema radique más en la distribución que en otra cosa.
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