Premio González Ruano

Llevo presentándome sin éxito al Premio de artículos periodísticos "González-Ruano" poco menos que desde su fundación. Sólo una vez quedé finalista y ello fue gracias a un padrino de categoría: Manuel Halcón. El premiado fue aquella vez Emilio Romero. En la cena de gala correspondiente, me vi frente a él y le dije: "¿Te puedo felicitar?" Y él me respondió: "¿Te lo puedo agradecer?" Si hubiera tenido la curiosidad de guardar los artículos enviados, podría con ellos componer una curiosa recopilación. Reproduzco aquí a título de curiosidad el enviado este año, en que el premio ha recaído en mi paisano, cofrade académico y sin embargo amigo Antonio Burgos.


- Miércoles, 15 de Febrero de 2006 -
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Del sitio de Leningrado al de Bilbao Aquilino Duque Escritor
A comienzos de octubre de 1994 pasé un fin de semana en una dacha de las afueras de San Petersburgo, no muy lejos de un gran monumento conmemorativo del Gran Sitio de la ciudad, cuando ésta se llamaba Leningrado. En una Rusia donde el comunismo soviético era ya un triste recuerdo y el capitalismo salvaje una triste realidad, se seguía tributando respeto al heroísmo de los defensores y visitando con veneración el monumento por más que estuviera erigido a la mayor gloria del fenecido régimen. Dentro del inmenso bunker de hormigón, resto y símbolo de las fortificaciones soviéticas, hay una gran sala circular en la que en grandes paneles está descrita la gran batalla por la ciudad dentro de los cánones del realismo socialista. A pocas verstas del monumento está el lago Ladoga y sobre él, en una peñíscola que el deshielo convierte en isla, la sombría fortaleza de Schlüsselburg, donde Catalina la Grande tuvo encerrado desde la niñez hasta la muerte al zarevich Iván, versión rusa de la Máscara de Hierro. El paisaje tenía toda la desolación del otoño nórdico, sin hojas ya los bosques de hayas y abedules, y entre sus troncos, con un embudo hincado en la corteza para recoger su agua dulzona, se divisaban las planas orillas del Neva ancho y tranquilo, aún sin témpanos de hielo. En el aquel lugar estuvo el frente, y yo pensaba que al otro lado del río, entre las tropas sitiadoras, estuvieron algunos que con el tiempo serían amigos míos, entre ellos el teniente Enrique de la Vega Viguera. Enrique de la Vega participó en aquella batalla que yo revivía desde el campo soviético. La inmensa extensión de nieve, el río y el lago helados y sobre ellos las columnas de soldados, los carros de combate, los duelos de aviación, los géiseres y los cráteres de las bombas, los parapetos de gruesas vigas, los hondos relejes de los armones en la nieve fangosa, las isbas convertidas en puestos de mando, las chimeneas humeantes de las gigantescas piezas de artillería montadas sobre orugas, y la madrugada dudosa o el ocaso prematuro entre llamaradas y fogonazos. Le mandé la literatura que pude recoger a aquel teniente encargado de servicios de municionamiento, que sobrevivió a aquella hecatombe para contarla. Otro lugar, más idílico, donde tuve ocasión de recordarlo, fue el real sitio de Pavlosk, ya reconstruído, pero donde unas fotografías en blanco y negro recordaban la devastación de la guerra. En el semicírculo que forma el palacio se alza una estatua del zar Pablo I, al que los golfillos le llamaban El Chato, pues lo era, y su perfil me hacía pensar mucho en Enrique de la Vega, que no sé si lo notó cuando estuvo destinado con una batería en el parque de Pavlosk. Ahí acaba el parecido de don Enrique con el zar, que era bajito, mientras que don Enrique era alto y atlético. Enrique de la Vega hizo el relato de las grandes batallas en que participó y por las que fue condecorado, y muchas fueron las anécdotas que me contó de los combates y de la convivencia con la población civil. La operación montada por el estado mayor alemán para la toma de la ciudad era doble y consistía en la confluencia de dos ataques, uno por el Sur, al que se le dio el nombre de Der Fall Georg (El caso Jorge) y otro desde el Norte, desde Finlandia, llamado Nordlicht (Aurora Boreal). Los rusos replicaron con la operación Iskra. El cerco no llegó a cerrarse nunca, pues en los meses de invierno en que el lago estaba helado, los rusos lograron mantener un pasillo por el que metían en la ciudad víveres, tropas y material de guerra, y el 12 de enero del 43, a las nueve de la mañana, con una temperatura de 30º bajo cero, 4500 bocas de fuego aniquilaban las posiciones alemanas. Desde su posición, veía el teniente De la Vega el increíble espectáculo de aquella lluvia de aerolitos sobre la inmensa llanura salpicada de árboles mutilados, los surtidores de nieve y lodo que levantaban al caer, y su asistente le decía: “¡Mi teniente, es como en el cine!”Enrique de la Vega puso todo esto por escrito en un libro titulado Rusia no es culpable, que contradice la frase del entonces todopoderoso ministro Serrano Suñer, principal animador de aquella aventura bélica. En aquella aventura entraron muchos componentes y uno de ellos fue el de devolver la visita que los rusos nos habían hecho durante nuestra guerra civil. De entre los amigos míos que se alistaron, uno de ellos, Dionisio Ridruejo, fue siempre muy adicto a Serrano, y escribió en verso elegíaco sobre las peripecias de los combates; otro fue Juan Antonio Campuzano, que en cambio habló en prosa de sus relaciones con la población civil en unos, aún inéditos, Cuadernos de Ivan Ivanovich. Lo que dicen todos ellos explica el título del libro de Enrique de la Vega, pues todos ellos descubrieron que no tenían nada contra el pueblo ruso, que además los acogió con simpatía y que, contra lo que daba a entender la consigna de Serrano, no se podía atribuir a la nación la culpabilidad de sus dirigentes.Ninguna de las dos guerras en las que hizo su carrera Enrique de la Vega está hoy bien vista, a pesar del descrédito del Comunismo al caérsele el Muro de la Vergüenza y a pesar de los cruentos estragos que el nacionalismo lleva un cuarto de siglo haciendo en España. Pero es que aun cuando no hubiera combatido contra esos dos males de nuestro siglo, el mero hecho de ser militar hacía de él un anacronismo sospechoso. El se daba cuenta del cambio de valores operado en nuestro mundo y era testigo de los ultrajes infligidos a todo aquello por lo que él había ido dos veces a la guerra. Sin embargo, lo de menos era su caso personal, sino el espectáculo de una nación desvertebrada a la que se le estaba triturando la espina dorsal y los estragos que una mala educación causaba en la juventud, en esa edad heroica a la que por lo visto es preferible suministrar dosis de heroína en lugar de ocasiones de heroísmo. De los militares suele decirse que son hombres de ideas simples, y es cierto, pero esas ideas simples son las únicas que en los momentos de peligro sirven - ya lo dijo Spengler con otras palabras - para salvar una civilización. Una de esas ideas es la del patriotismo, y De la Vega sabía muy bien, no sólo lo que ese concepto conlleva de abnegación, de solidaridad, de servicio y de sacrificio, sino todo lo que lo que lo separa de otro con el que se suele confundir en el mundo de hoy y que es todo lo contrario: el concepto de nacionalismo. La segunda guerra en la que combatió Enrique de la Vega la llaman los rusos la Gran Guerra Patria, pues fue el patriotismo precisamente el sentimiento a que apeló Stalin y con el que galvanizó el heroísmo del pueblo ruso. En un momento como aquel, en que de lo que se trataba era de salvar a Rusia, el zar rojo supo muy bien olvidarse de las invocaciones al internacionalismo proletario o a los particularismos tribales, tan útiles en cambio para socavar la moral del enemigo. No creo que en plena tempestad de fuego y nieve en Krasny Bor, en Veliki Luki, en el Volchov, tuviera Enrique de la Vega sosiego para hacerse estas consideraciones. Sin embargo, al cabo de los años, en una España muy distinta de la España a la que volvió al retirarse la División y en la que hizo su carrera militar, no tendría más remedio que hacérselas ante el alarde de traiciones, de insolencias y de claudicaciones que estaban poniendo en peligro la existencia histórica de la Patria cuya bandera juró defender “hasta la última gota de su sangre”. No hay un sólo escrito suyo ni una intervención académica en que no latiera esta preocupación. Una enumeración sería interminable, y ahora quiero recordar en especial dos de esas intervenciones, una, cuando nos recordó que la instrucción en orden cerrado que Prusia llevó a la máxima perfección fue un invento español, del Marqués de Santa Cruz del Marcenado, del que la tomó Federico el Grande. Otra, el relato de las vidas paralelas del marqués de la Mina y de Blas de Lezo, un militar sevillano y otro guipuzcoano, de un tiempo en que todas las comarcas de España rivalizaban en engrandecerla. Fue aquí, y a propósito de estos dos grandes patriotas, el andaluz y el vascongado, cuando Enrique de la Vega se hizo esa reflexión sobre la diferencia que hay entre el nacionalismo y el patriotismo, y se la hizo apoyándose en unas palabras de S. S. Pablo II al obispo de Sarajevo, que voy a repetir en extracto: “La negación del nacionalismo es el patriotismo: mientras el patriotismo, amando lo que es propio, estima también lo que es de los demás, el nacionalismo, por el contrario, desprecia todo lo que no es propio.” Ya dijo Albert Schweitzer que el nacionalismo es un patriotismo que ha perdido su nobleza y degenerado en una idea fija y, más recientemente, la Presidenta del Parlamento Europeo decía en el curso de una visita a nuestro país que “el nacionalismo es la guerra”. Esa guerra, declarada ya en las postrimerías del régimen anterior, ha ido a más con el régimen actual y pondría música de fondo a las celebraciones de su primer cuarto de siglo de vida. Uno de los últimos destinos de Enrique de la Vega estuvo en Bilbao, al frente del regimiento del Garellano. También Bilbao sufrió un asedio como Leningrado, sin que los sitiadores lograran expugnarla. Ese asedio no lo alcanzó a vivir Enrique de la Vega, pero no por ello dejó de pasar en su cuartel momentos duros, y eso que aún era posible izar la bandera nacional en aquellas desdichadas provincias.

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Comentarios

  1. En tu caso especialmente, pero en todos sería muy interesante comparar los premiados con otros de los presentados. Con los premios de poesía, publicando los nombres del jurado, sería un ejercicio divertido y catártico.

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