Semblanza y defensa de un sevillano difícil

                       

 JOAQUÍN ROMERO MURUBE: TIERRA Y CANCIÓN


            Acaba de cerrar sus puertas, desde donde nos miraban los rostros centenarios de María
 Zambrano y de Joaquín Romero Murube, la Feria del Libro de Sevilla. Al poeta sevillano se le han dedicado cinco tardes en las que se han presentado nuevas ediciones de su obra poética, se ha tratado de valorar adecuadamente su figura, y se le ha rendido el mejor homenaje que se le puede tributar a un poeta:  leer sus versos.  Pero después de las salvas honoríficas ha venido una descarga cerrada (Rodríguez Almodóvar: “Romero Murube y otras cosas”), aunque de poco alcance y centrada, otra vez,  en el tópico: Murube, escritor local y personaje franquista.
            Mala cosa, pero ¡ay! tan frecuente, es mirar la literatura, que es territorio de libertad, con las anteojeras de las consignas políticas. Pero ya que se hace es conveniente el matiz y no usar los adjetivos a la ligera. El de “franquista” es muy socorrido, está al borde de los caminos y todo el que pasa lo arranca para provechos propios y descalificaciones ajenas. Sin embargo el de “estalinista” se administra con más cautela, aunque alguno de nuestros grandes poetas dedicaran  alabanzas al padrecito Stalin.
            Romero Murube, nombrado conservador del Alcázar por la República, no se olvide, fue un liberal que supo “navegar” bien por las aguas del franquismo, pero que desde su cargo, como he podido comprobar en sus archivos, fue extremadamente generoso con los que le solicitaban ayuda y declaró favorablemente en muchos expedientes de depuración.
            Romero Murube fue un solitario con un alto sentido de la amistad, con grandes dotes de conversador y gran capacidad para las relaciones. Así que no cultivó sólo las amistades “peligrosas” de Cela o de Pemán. Su amistad con Lorca fue fraternal y se arriesgó ¡en 1937!  al publicar sus Siete Romances, el único homenaje que se le tributó en zona nacional.
Con Cernuda tuvo ya sus diferencias desde la época de Mediodía, pero siguió atentamente su obra y cuando murió le dedicó un “Responso difícil por un poeta sevillano”, un texto bello y generoso, que fue también un homenaje solitario. Ayudó a Miguel Hernández, en un episodio sobre el que se han escrito demasiadas fantasías e inexactitudes, pero en el que el comportamiento de Murube fue, no extremadamente oscuro, sino muy claro, en una fecha, abril de 1939, que no era demasiado apropiada para dar cobijo a un fugitivo de izquierda al que, y se olvida fácilmente, en esos meses le prestaron ayuda varios intelectuales del régimen. Otra cosa es que, después de marcharse de Sevilla,  Miguel Hernández se viera envuelto en una corriente de torpeza e infortunio y tomara decisiones equivocadas sobre adónde dirigirse.
Romero Murube tuvo además una gran amistad con Juan Ramón Jiménez, aún en los años de exilio, y son conocidos sus esfuerzos para que volviera a España tras la muerte de Zenobia.  Intensa fue también la amistad con Jorge Guillén, cuyo prestigio de exiliado hace olvidar que también se dejó halagar y proteger  por la Falange sevillana y llegó a pronunciar algún discurso patriótico delante de Queipo de Llano. 
            Y si hay que buscarle un padrino de izquierdas que le de el salvoconducto político para entrar en los manuales de literatura y en las antologías, ahí está Bergamín –mucho mejor escritor que Celaya, exiliado, antifranquista- que defendió la obra, la persona y el comportamiento civil de Romero Murube.
            Por eso son inaceptables frases escritas desde el resentimiento o el desconocimiento ("Los no iniciados  hacen bien en pasar de largo por este autor. No emite signos ciertos, y lo mejor es que se quede en el ritual de los suyos. Por lo menos sería lo más piadoso.”), que  son una invitación a   no leer a un escritor, una condena al silencio. Los que sigan el desafortunado consejo se perderán, por ejemplo,  Pueblo lejano, una obra a la altura de Platero y yo, de Ocnos, de Las cosas del campo; no podrán disfrutar de páginas insuperables sobre la ciudad, de magníficas evocaciones de amigos y maestros, divertidos memoriales, agudos apuntes de viaje ni de una poesía que tiene otras facetas además de la neopopularista, que es la más difundida. Una obra que, desde su centro sevillano, tiene un valor mayor del que hasta ahora se le ha reconocido, precisamente por seguir  la comodidad de los tópicos. El propio Murube, inteligente y escéptico, supo siempre “la medida de sus fuerzas literarias” y que no había escrito el gran libro que se esperaba de él. Pero lo que dejó constituye una obra de gran coherencia, tras la que se dibuja un personaje cosmopolita,  un sevillano que no toleraba el “sevillanismo” y que buscó siempre una ciudad abierta,  y en ella el difícil equilibrio entre tradición y modernidad.
            Desde su cargo de Comisario de la Defensa del Patrimonio Artístico, Romero Murube hizo mucho por  Sevilla, una larga lista de intervenciones y restauraciones que sería muy extensa. El lamento por la destrucción de la ciudad fue una constante desde sus primeros artículos en 1923,  aunque el tono se fue crispando a medida que la ciudad entraba en la vorágine destructora, tremenda ya en los años sesenta. Pero lo cierto es que Murube tuvo, desde los años veinte, una idea clara de Sevilla, que ya quisieran haber tenido muchos “modernos” que siguieron destrozándola desde los despachos municipales y democráticos, cuando parecía que por fin  iba a acabar la época de la especulación, digamos, ya que el adjetivo es fácil, “franquista.”
            Murube fue persona elegante y con pose de indolente, aunque la eficacia demostrada en sus diversas ocupaciones lo desmentía. Por ello, qué falta de elegancia ese intento de ningunearlo. Un amigo ajeno al mundo de las letras me señaló que esas descalificaciones “echaban por tierra” la figura del escritor.  Mejor sería decir que lo intentan pero que apenas la rozan, y ante ellas el propio Murube tendría una salida ingeniosa e irónica, una exacta definición del descalificador. Ante la frase de mi amigo, yo recordé Tierra y  canción, uno de sus libros de versos. Por encima de la tierra que quieran echarle quedará, alta y ejemplar, su canción.



                                                  Juan Lamillar

(Artículo publicado en el DIARIO DE SEVILLA hace doce años)

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