La Reconquista y el Descubrimiento
En su penúltima obra, Reconquista del Descubrimiento, escrita en español y aparecida en
1992, Vintila Horia rendía apasionado
homenaje al puerto de amparo al que consiguió abordar tras los naufragios
europeos, que no era otro que el mundo hispánico, mundo que hizo suyo en las
dos orillas de ese nuevo Mare Nostrum en
que los navegantes y conquistadores españoles convirtieron el Océano
Atlántico. Vintila Horia estuvo, con
Octavio Paz, entre los que con más inteligencia y sentido de la Historia
abordarían la efeméride del V Centenario.
Ambos, en efecto, coincidían en apuntar que la civilización a la
que los españoles incorporaron a los
pueblos del Nuevo Mundo no era la de la Europa del Renacimiento, sino la de la
Edad Media; lo que pasa es que mientras el uno en cierto modo lo deploraba, el
otro lo celebraba con entusiasmo. El
mestizo hispanoamericano que asumía su doble origen soñaba con la Modernidad
del Viejo Continente; el latino ortodoxo en cambio se entregaba sin reservas a
los grandes espacios que a su cristianismo primitivo abría la ambición
universal, católica, de una nación que aún no había salido del Medioevo ni de
la Cristiandad. La aguja gótica de un
lado y la cúpula renacentista del otro,
y es que Vintila entendía que lo más importante que los reinos peninsulares
llevaban al nuevo continente era la unidad espiritual de la Edad Media que
había acabado con siete siglos de dominio musulmán y los había unido en lo que
se considera el primer Estado moderno.
La Conquista no tenía sentido sin la Evangelización y ésta no existiría
sin aquélla, pero hay más, y es que las Españas que se trasplantan son unas
Españas de nueva planta, de ciudades cuadriculadas donde la aguja gótica brilla
por su ausencia y templos y palacios optan, si no abiertamente por la cúpula
tridentina, sí por la torre, la espadaña y la fachada barroca o
churrigueresca. La América española se
edifica bajo el signo del Barroco, vigente ya en la metrópoli, y que es lo que
hace al Greco replegarse sobre Toledo, con su callejero tortuoso y el gran ciprés de piedra que remata su
catedral. En cambio, si en España el
Barroco es la expresión artística de la decadencia y el "desengaño",
en América coincide con el cenit de la administración española. En su obra Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, hace Octavio Paz una descripción de la administración
virreinal de la Nueva España de la que se deduce que nunca estuvo México mejor
gobernado en toda su historia ni es presumible que lo vuelva a estar, y lo
curioso es que esa buena gobernación
corresponda al desdichado reinado del infeliz de Carlos II que da al
traste con la Casa de Austria. Y es que,
como dice Paz, “el Imperio español era un cuerpo sano, pero su centro nervioso
estaba profundamente dañado, oscilante entre la letargia y la epilepsia”.
La metrópoli ya entraba a su vez en la Edad
Moderna, como intuyeron Cervantes y El Greco, y la propia Iglesia romana tomaba
partido en Trento por la cúpula frente a la aguja, mientras la unidad
espiritual de la Cristiandad medieval se imponía en Ultramar mediante la doble
hazaña de la Conquista y la Evangelización.
Para esa hazaña, ningún pueblo había como el español, que acababa de
rematar en 1492 su campaña de siete siglos contra el Islam. Esos siete siglos
de lucha y convivencia también lo fueron de transculturación, y nada más común
a ambos pueblos del Libro que el mesianismo religioso. Esta visión era la que
en Europa se había roto con el antropocentrismo del Renacimiento y el libre
examen de la Reforma, y que marcaría la diferencia entre los colonos
protestantes que no distinguían entre un indígena y una serpiente de cascabel y
los católicos españoles cuya preocupación era convertirlo a la Fe de Cristo.
La
Reconquista y el Descubrimiento (II)
Resueltamente, los católicos
seguían en la Edad Media, en cuanto, como muy bien dice Paz, les eran ajenas
las nociones modernas de cambio y de progreso.
“Nueva España – escribe – no estaba hecha para cambiar, sino para
durar…Su ideal era la estabilidad y la permanencia; su visión de la perfección
era imitar, en la tierra, el orden eterno.”
Con este “orden eterno” dio al traste Napoleón Bonaparte al invadir la
Península ibérica, y las ideas de la modernidad sedujeron por igual a
peninsulares y ultramarinos. La
Constitución de Cádiz, cuyo anteproyecto era la Constitución de Bayona, y las
que a su imagen y semejanza brotaron en Ultramar, al no encontrar en la
Historia nacional antecedentes aprovechables, optaron por hacer suya “la
filosofía política de los franceses, de los ingleses y de los norteamericanos.” El caso fue que, como Paz reconoce: “La
ideología republicana y liberal fue una superposición histórica. No cambió a
nuestras sociedades pero sí deformó las conciencias: introdujo la mala fe y la
mentira en la vida política.” Todo lo
que dice Paz a este respecto en los capítulos iniciales de su gran obra sobre
Sor Juana Inés y su tiempo “va a misa”, como vulgarmente se decía. Así: “La
Edad Moderna ha sido la negación de las ideas y creencias que inspiraron a
Nueva España. En el siglo XVII Nueva España era una sociedad más próspera y
civilizada que Nueva Inglaterra pero era una sociedad cerrada no sólo al
exterior, sino al porvenir. … Continuidad y cambio no eran términos
complementarios como en Estados Unidos sino antagónicos e irreconciliables.
México cambió y ese cambio fue un desgarramiento: una herida que no se cierra.”
A los fastos del V Centenario del
Descubrimiento no puede decirse que se sumara con entusiasmo la clase política
española ni su plantilla de intelectuales orgánicos, y no hubo más remedio que
recurrir a los criollos y mestizos de Ultramar para hacer frente sin complejos
a una Modernidad occidental hostil al acontecimiento, cosa que algunos, y Paz
de modo destacado, hicieron con esa valentía serena del que sabe de lo que
habla. Otro que no podía quedarse atrás
era Vintila Horia, para el que la “ecúmene hispánica”, por decirlo con palabras
suyas, era algo a lo que siempre dedicó una atención apasionada. El estudio admirativo de los grandes autores
hispanoamericanos, desde sor Juana Inés y el Inca Garcilaso a Carpentier o la
Mistral, era para él una confirmación irrefutable del alcance histórico del legado
espiritual de España. Es más, quiso ver en la obra de cada uno de
ellos una continuación, ampliada y enriquecida, de la tradición literaria
española. Vintila reconoce y proclama
que “la literatura de lengua española de los últimos tres siglos llegó a
sobrepasar en fuerza en ingenio, en representatividad literaria, a la
española….” Pocas grandes novelas tan
rompedoras como El Siglo de las Luces, de Carpentier, inteligente y amena fábula del mito revolucionario cifrado en la
igualación por la guillotina.
En todo eso se apoyaba Vintila Horia cuando
lanzó aquella enigmática profecía de “El futuro será español, o no será”. En
toda profecía subyace una confusión deliberada de la realidad con el deseo, y
algo de eso me pareció ver a mí en el título del ensayo: Reconquista del Descubrimiento. Y
es que lo que Vintila anhelaba era una “ecúmene” que agavillara en una
“comunidad de destino” – dicho sea con palabras de Frobenius- a todos “los
cachorros sueltos del león español” – dicho sea con palabras del poeta de la
Raza. Era su manera de rebelarse ante el lamentable espectáculo de las
“autonomías”, triste remedo a escala reducida de la no menos triste y funesta
fragmentación de las Españas de Ultramar.
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