Entre la olla del caldo y la Santa Compaña

Entre la olla del caldo y la Santa Compaña
Durante la primera mitad del decenio de 1970 vivía yo en Roma, desde donde empecé a colaborar en la revista Destino, en la que me vi alternando nada menos que con plumas tan bien cortadas como las de Pla y Jiménez Lozano (“cristiano impaciente” a la sazón) y con otras que no lo eran tanto. Entre las bien cortadas estaba la de Alvaro Cunqueiro. Mi idilio con Destino culminó con la publicación de El mono azul, novela escrita a matacaballo para el gran premio de la casa, el Nadal, que por fin no se me concedió, posiblemente porque la última frase de esa novela decía y dice: “Para ellos por lo menos volvía a reír la primavera”. Corría el año de 1974. La novela tuvo tanto eco que me permitió al año siguiente alzarme con el Premio Nacional de Literatura, un premio que siempre se llamó “Cervantes” y que aquel año dieron en llamar “José Antonio Primo de Rivera”. Los que por razones indudablemente políticas habían introducido ese cambio hicieron con ello un acto de justicia poética, y es que sospecho que el premio se me dio, aparte de otras consideraciones, porque esa frase final no arredró al jurado madrileño como arredró posiblemente al barcelonés. Esta sospecha la abona el hecho de que, al consultar la decisión de optar al premio nacional con el editor Vergés, éste me dijo que le parecía bien… “pero no lo que cuelga, ¿eh?”, es decir el nombre con el que se sustituía el de Cervantes en la convocatoria. A lo que voy es que a aquellas alturas, el azul mahón de las camisas fundacionales de la revista estaba bastante desteñido, y aunque mi camisa política siempre fue blanca, no siempre fue como una seda mi colaboración en sus páginas. Uno de los presuntos “camisas viejas” de la primera hora era Alvaro Cunqueiro, y alguna simpatía me debía de tener cuando, en la cena de entrega de los Premios Nacionales en el madrileño Palacio de Congresos, se me acercó un señor, creo que José Vicente Puente, para transmitirme de su parte una invitación a comer en Galicia. No alguna, sino mucha simpatía me debía de tener Cunqueiro para concederme su máximo galardón, que era naturalmente el gastronómico. Poco tiempo después, cuando andaba metido en los trabajos de Doñana, el entonces director de la reserva biológica Javier Castroviejo me trajo a su padre, el también camisa desteñida José María, quien me reiteró la invitación sumándose a ella. Ambos murieron sin que yo pudiera honrarla y no sé sin saber ellos que mis cocinas españolas predilectas son la gallega y la portuguesa.
Ultimamente he recogido en un librito las conferencias de un seminario impartido en la Universidad San Pablo CEU de Madrid sobre el tema Memoria y ficción en las letras españolas de trasguerra, con idea de deshacer el tópico ese del “páramo cultural”, y debo decir que los gallegos - representados por Valle-Inclán, Fernández Flórez y Vicente Risco - se quedan con la parte del león. A Cunqueiro lo tenía en cartera, porque meterlo en esa tanda hubiera sido abusivo, pero el cese del rector Sánchez Saus impuso al seminario una solución de continuidad, y me tuve que privar de hablar de él y de su obra del mismo modo que me había privado irremediablemente de sentarme a su mesa.
La tesis de esas lecciones mías se pueden resumir en las palabras que Néstor Luján, otro de los grandes gastrónomos de Destino, tanto que llegó a contraer matrimonio con la hija del dueño del Agut d’Aviñó, de Barcelona, le dedicó a Las crónicas del sochantre, Premio de la Crítica en 1959:
Nos atrevemos a decir que, de todas las obras que entraron en consideración del jurado que concede este premio – compuesto por los críticos literarios más importantes de España - , era este libro el menos vendido, el más absolutamente desconocido, el que iba más contra corriente de la moda narrativa del momento, tan social y espesa, tan respetable.
El denominador común de los escritores españoles de que me ocupé era justamente el antedicho, el de ir contra corriente de la moda, y quitando a un madrileño, aunque pasado por agua, Ramón Gómez de la Serna, todos los demás daba la casualidad de que eran periféricos. Si llego a meter a Cunqueiro, habría tenido que poner “letras gallegas” donde ponía “letras españolas”, y dejar fuera a Andalucía, las Islas Baleares y las Provincias Vascongadas. Y es que Cunqueiro habría acabado con el cuadro.
Si evoco los tiempos en que “Cunqueiro hacía de las suyas” no me refiero exclusivamente a sus tareas literarias, sino a las periodísticas y en este ramo a las picarescas. Los grandes escritores gallegos forman una “santa compaña” en la que ellos mismos, transfigurados en fuegos fatuos, desfilan disimulándose entre sus propias criaturas de ficción. El anecdotario de un Cela o de un Valle vale por cualquiera de sus fabulaciones, como en el caso del último demostró Gómez de la Serna. En líneas generales, los de la generación a los que la guerra pilló en plena forma, casi todos pasaron, como sus colegas catalanes, del nacionalismo a la inasequibilidad al desaliento para recaer en el vicio de juventud unos, y otros en cosas tan pintorescas como el “anarco-carlismo” de Masoliver en el reino de Aragón y Castroviejo en el de Galicia.

Es muy posible que mis preferencias culinarias guarden estrecha relación con mi afición a la poesía galaico-portuguesa, esa poesía que Cunqueiro cultivó cuando daba sus primeros pasos por los montes y las chimeneas de Galicia. En esa poesía dialectal está la clave de la prosa castellana de tantos escritores gallegos, desde Fernández Flórez hasta Eugenio Montes, contertulios en su más tierna juventud como se sabe de Martín Codax y de Gil Vicente. Pero aparte de lo atractiva que resulte esa poesía y esa cocina para un andaluz, hay, digamos, entre Galicia y Andalucía una cierta afinidad electiva, que diría Goethe. No es ya que nos hayamos inventado nosotros nuestro Argantonio como ellos su Breogán; es que además suevos y vándalos llegamos juntos a la península y ya éramos católicos cuando llegaron los visigodos. Luego su rey Miro y nuestro príncipe Hermenegildo quisieron coger en tenaza al arriano Leovigildo y no pudo ser, pese a la ayuda bizantina. Por otra parte, y esto es ya muy personal, una de las cosas que más me gustan de Buenos Aires es que me tomen por gayego.
En una cosa tengo que llevarle la contraria a Cunqueiro, y es que de la ondulación melódica de la prosodia gallega, y no de una presunta afición a la norma jurídica, como él sostiene, deben de venir “esos movimientos dialécticos típicos de la mente del gallego aún ahora, el racionalismo y el escepticismo, el buscarle cien rostros a las cosas, el gusto por el parrafeo, por la discusión demorada, y aun el trasacuerdo, y la retranca, y una cierta desconfianza, cuya alabanza se halla en dos dichos populares: A confianza mata ao galego, o Un pouco de caldo limpo e un pouco de desconfianza, nunca lle fizeron mal a ninguén …”
¡Buen provecho! o, como dicen los hijos de la Gran Bretaña: enjoy your meal!
ResponderEliminar¡Que buenos escritores y gastronomos: Luján, Cunqueiro, Castroviejo y el gran Perucho!
ResponderEliminarCreo que esta entrevista le puede gustar don Aquilino:
http://www.uklitag.com/site/images/author_uploads/entrevista2_sp.pdf
Conocí a Perucho en Barcelona antes de leerlo. La Guerra de la Cochinchina la leí en catalán y me divirtió una barbaridad. Luego supe por Borrás que lo llamó para decirle lo que le gustó El rey mago y su elefante. Era vecino y amigo de Carlos Pujol, q.e.p.d. de quien también fui muy amigo. Impagable el consejo que le dio Xenius. Yo no tuve esa suerte, pero lo seguí por instinto y la vida - ahimè - me dio la razón.
ResponderEliminarLo más curioso es que gran parte de los comensales que homenajeaban a Cunqueiro eran seguidores entusiastas de Pérez Reverte. Como diría Jorge Guillén: ¡Cuán vario es el mundo! O Guerrita: Hay gente pa tó.
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